La modelo, con su mochila al hombro, baja al centro de la ciudad a paso rápido para llegar a su destino con los músculos calientes. Cuando llega al barrio gótico, entra en un viejo palacete algo descascarillado y corre escaleras arriba.
En un piso hay una puerta de madera tallada con formas orgánicas y en un cartel de letras modernistas se puede leer “Cercle Artístic de Sant Lluc”. Cruza sus salones llenos de retratos de próceres de la cultura catalana de principios del XX y abre de golpe las altas puertas de la sala de dibujo. Una de las paredes está cubierta por una tela, al igual que la tarima y a su alrededor, como si fuera un anfiteatro con diferentes alturas, los pupitres de madera y los atriles.
La sala está llena pero no tiene tiempo de fijarse, se esconde detrás de un biombo y se empieza a desnudar. Sólo se queda con las pulseras de plata que adornan sus tobillos y la pintura de la uñas de los pies. Se frota la piel, se pone una bata china y zapatillas. Saca de la mochila una sábana limpia y guarda sus gafas. Ahora todo a su alrededor son manchas así que cuando sale de detrás del biombo sabe que la miran pero no ve sus rostros. Ya en la tarima, enciende los focos, extiende su sábana sobre unos cojines y manipula el cronómetro.
Hoy tiene una hora con poses de diez minutos, la segunda, de apuntes de tres y la última de quince. Según el tiempo de duración decidirá las poses, también que le permitan distribuir bien el peso porque si no, según el rato que tenga que estarse quieta, lo puede pasar mal.
Ahora sólo le queda esperar que pase el tiempo, calmar la respiración y dejar la mente en blanco, nada que le altere la concentración. Después de cada “pi, pi, pi” del cronómetro, buscar algo nuevo que decir con el cuerpo. Así se suceden las mujeres circenses, los gestos expresionistas, las venus, las majas, las poses atléticas, los guerreros heridos, las odaliscas y las pastorcillas. La respiración de los que la dibujan la guían, sabe cuando les gusta por la profundidad de sus inhalaciones.
Llega el tiempo de descanso y se pone un pantalón suelto, las zaptillas, el kimono y las gafas. Al salir de detrás del biombo se da cuenta de que él ha estado en la sala. El joven pintor mejicano la mira alterado y confuso antes de abandonar el aula y a ella el corazón le da un vuelco.
Antes de ir a la cafetería, ahora que está vestida y la sala medio vacía, aprovecha para pasearse por entre los pupitres y atriles y ver el resultado de su trabajo. Hay dibujos que són sólo manchas de acuarela, otros hechos con ceras gordas y de colores, en tinta china, lápices cremosos, de punta fina, bolígrafos, pasteles. Los que exageran las formas, los que la convierten en una única linea o sólo en luces y sombras, los que se concentran en un detalle, los que la pintan fea o no tienen sentido de las proporciones, los que conocen bien el dibujo clásico, los que buscaban la estructura ósea o el movimiento. A veces coge de la papelera alguno desechado. En su casa, con un roting de punta fina, los usa de modelo para hacer sus propios dibujos.
Ya en la cafetería se dirige a la pequeña barra y se sienta en un taburete alto. Jaume, el camarero, le prepara una infusión con una mezcla especial de hierbas. Mientras conversan, observa al joven pintor jugar al ajedrez, con los bordes de las orejas rojas y sin levantar la mirada del tablero. Durante la siguiente hora le regala sus mejores escorzos.
Al final de la jornada, se vuelve a vestir mientras espía por las rendijas del biombo a la gente abandonando la sala. Antes de marcharse él deja caer una mirada sobre el mueble que la tapa. Todavía tiene que volver a posar un día más. Aún les queda mañana, si no su historia se les escurrirá entre los dedos, igual que arena en la playa.
Fin.