La historia de mi familia comenzó cuando mi tátara tátara abuelo, un maestro anarquista, en el puerto de Valencia se subió a un barco para marcharse al exilio. Desde la cubierta, y antes de que zarpara, se despidió con un “Adiós España puta” y su madre le contestó “Calla, calla, alma roín”. El dinero para el viaje le dio para llegar hasta el puerto de Valparaíso y se quedó en Chile, un país largo y flaco, una cadena de montañas y volcanes con balcón al mar. Sus ideales nunca fueron abandonados por su familia y generaciones después, a los descendientes del que se quedó para siempre con el nombre del Almaroín, les volvió a tocar hacer las maletas y salir por piernas. Un 11 de Septiembre bombardearon el palacio presidencial de la Moneda, el mono loco y belicoso del que también procedemos, se hizo rey. Hermanos mataron a hermanos. Las calles de tiñeron de sangre y terror. Asesinaron la democracia, el sueño de un Chile mejor. Truncaron el destino de muchas vidas. Ese día empezó la diáspora. Cada uno tomó diferente camino, rumbo a su propia Destierrolandia.
Desde la cubierta de otro barco, fue la ciudad de Valparaíso la que se fue haciendo cada vez más chiquita hasta desaparecer y que sólo hubiera mar. Mi hermana, nerviosa y preocupada, quería irse pronto al camarote, antes de que llegara la hora del toque de queda.
–No te preocupes- le dije apretando su mano– ya no hay que tener miedo.
Mi madre había abandonado antes el país y desde España me había mandado una postal con Copito De Nieve, el gran gorila blanco del zoo de Barcelona. Con la inocencia de una niña con medio metro de altura, para mi el destino del viaje era ir a conocerlo. El día que barco atracó frente a las Ramblas, me vestí elegante con un abrigo de peluche que me llegaba hasta el suelo, adornado con un broche rojo en forma de flor. Pasito a pasito arrastrando una maleta me fui internando por la callejuelas de mi nueva patria. Como diría Fernando Arrabal, a partir de ese momento sería extranjera, ciudadana de Extranja.
Nos instalamos en un pueblo de la sierra de Madrid y allí fueron llegando otros náufragos, en su mayoría artistas, y formamos una pequeña colonia. No sé cuanto tiempo tardamos en deshacer las maletas, convencidos que estábamos de paso, pero la espera se hizo larga y llegó un momento que no hubo más remedio que hacerlo. Siempre con un ojo puesto en ultramar, en ese país que dolía y a la vez se añoraba. Poco a poco todos se fueron yendo, algunos para cambiar de país, otros para emprender el camino de vuelta.
“Un pañuelo de silencio a la hora de partir” dice una sevillana. Cuántos adioses. Cuántos pañuelos empapados con tantas lágrimas como los kilómetros que te iban a separar de la gente a la que querías. De tu familia, la natural y la adoptiva. Con el alma encogida, acostumbrarse a que estuvieran lejos. Demasiado lejos.
Mi madre siempre conservó allí la casa que había construido mi abuelo con sus manos. Aguantó con estoicismo todo tipo de penurias antes de venderla. Dos meses antes de su regreso definitivo falleció. Las plantas que había plantado en su jardín siguieron floreciendo en primavera. No me pude despedir de mi padre. Tampoco conozco su tumba. Mi luto fue una contractura dolorosa como una puñalada que me dejó un brazo inútil durante seis meses, hasta que una acupuntora consiguió que lo pudiera llorar.
“No soy más que un naipe cuya baraja se ha perdido” Resuenan en mi mente los versos de Cernuda.
También hay otros exilios: el interior que sufrieron los que se quedaron, condenados al ostracismo y al miedo. A resistir en silencio.
El económico que te obliga a abandonar tu país porque allí no hay un lugar para ti que te permita tener una vida digna y sobrevivir.
El de la familia, el primer lugar al que pertenecemos, de apego y referencia, que te debería dar seguridad y protección, también puede ser una tierra hostil sembrada de minas. No hay exilios voluntarios, siempre hay heridas que quedan. El dolor de lo que te falta.
Yo siempre he dicho que el Chile al que pertenezco es un Chile imaginario, construido con los recuerdos y los relatos de mis mayores. Los mismos que en la España donde estaba nuestro hogar, nunca arraigaron. Hasta que apareció Facebook no había visto los rostros de los componentes de mi familia. Ahora tengo un montón de ciber primos diseminados por el mundo y veo crecer a mi sobrina por el Skype.
Aquí soy de allí y allí soy una extraña. Un árbol con las raíces al aire, identidades yuxtapuestas y ninguna definida. Una sudamericana sudeuropea. Una sudaka sudeuraka. Tal vez sólo doble sur.
Entre los que les tocó un destino parecido al mío, cuántas veces he oído eso de “no me hallo”. «No me encuentro». “Sur o no sur”. Mientras se embarcan en un ir y venir preguntándose de dónde son, buscando ese lugar que lo tenga todo y los haga sentir completos.
Hay patrias que sólo son metafísicas. Arcadias perdidas.
FIN
PD: Las fotos del «Hombre árbol» fueron hechas con la ayuda de mi hermana Camila y las del «Poeta» con las de mi prima Marcela Castillo. Todo en familia 🙂
PD1: Este post está dedicado a mi familia y nuestra historia. Son las palabras que más me han costado escribir.
PD2: Alma roín no está mal escrito. Así fue como lo dijo la madre de mi tatara tatara abuelo.
PD3: «Sur o no Sur» es el título de una canción de Kevin Johansen.
PD4: Lo de que Chile es un país con balcón al mar se lo he robado a un poeta pero no sé a cual.
PD5: Cernuda, poeta español, se tuvo que exiliar en Francia durante la Guerra Civil y allí murió.