El día que me di cuenta lo que las nuevas tecnologías digitales habían hecho cambiar nuestras vidas, fue uno que estaba en un cafetería de altos ventanales cuando me sorprendieron cantos de pajaritos que venían desde distintos puntos sin cesar. Me quedé extrañada mirando los árboles porque aún no había llegado la primavera y no comprendía tanto revuelo, hasta que me di cuenta que esos sonidos procedían de diferentes aparatos móviles distribuidos por la sala al recibir un WhatsApp.
Parte de nuestra memoria se ha vuelto electrónica y ya no hacemos tantas descripciones, ni nuestros contertulios tienen que usar la imaginación para visualizar, sacamos nuestro aparatito e ilustramos nuestras conversaciones con fotos. Vivimos experiencias para fotografiarlas y compartirlas. Miramos por una cámara, otras nos miran y exponemos esas imágenes a los ojos de otros. Mirar sin vergüenza ni ocultarnos, en un juego de espejos de una realidad mejorada, con filtro, en la que a veces el que más se exhibe es el que más oculta.
En nuestros teléfonos guardamos cantidad de información privada, incluso cosas que hemos olvidado, y se han convertido en una extensión de nuestro ser. Existe la nomofobia, ese miedo irracional a salir de casa sin el móvil. Sentir ansiedad y aislamiento cuando se pierde, se le agota la batería, el crédito o no tiene cobertura.
Pero ya no los usamos tanto para hablar. Los novios quedan menos en los parques, si no en el chat. La palabra escrita es más desinhibida, da tiempo a pensar. También más traicionera. Carece de entonación, de las expresiones no verbales, lo que dicen las miradas, y se presta a más libre interpretación. En esos mares navega ahora Cupido. En la emoción que se siente cuando esos trinos anuncian un mensaje lleno de palabras encendidas, en las contestaciones en las que pones toda tu arte y picardía, en la palpitación expectante del corazón cuando lees en tu pantalla que te “está escribiendo”.
En los momentos que te gustaría gritar al mundo lo que estás pensando, pero en vez de eso compartes, en ese patio de corrala que es el Facebook, un video de Kevin Johansen que lo hace por ti:
-No digas maybe, dale baby. No digas quizás…
Con la esperanza de que lo vea y pille el mensaje. Y sí, “le gusta”.
En el chisporroteo cuando te llega su respuesta por privado y dice “voy”.
Pero un día llega el desamor. Los mensajes escritos de madrugada. Un bolero.
De pronto descubres toda la huella digital que ha dejado en tu vida. Sus mail, los mensajes privados o en el Whatshapp, las fotos guardadas en tu móvil, en tus álbumes. Te lo vuelves a encontrar por el Facebook, el Twitter, Instagram o el Vine. Recordar. Volver a pasar por el corazón. Que tire la primera piedra el que no haya cedido a la tentación de pinchar en algún perfil y humear.
Sabes por fotos de su muro las posibilidades que has tenido de coincidir. Por el ángulo del que están hechas, los metros que os han separado para poder comprobar lo que dice la piel a una distancia que se pueda tocar.
Borras, encarpetas, ocultas, bloqueas. De vez en cuando te da la ventolera y das señales de vida a ver si el pajarito vuelve a cantar. Otras, sin pretenderlo, se te revienta una tripa cuando no te deja de saltar en cada una de tus diferentes pantallas una foto de un cumpleaños, en la que están etiquetados la mitad de tus amigos, cada vez que alguien le da al “me gusta”, en la que está compartiendo la tarta con otra. A pesar del tamborileo de los dedos, contenerte y tragarte las letras.
Ahora se habla mucho sobre el derecho al olvido. También está ese otro derecho al olvido en la era del desamor 2.0.
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